Debo confesar que había pensado en las romanas, pero nunca en las parisinas. Las cloacas existen, se llevan todo lo que sobra y nunca pensamos en ellas, o al menos yo, que no trabajo en la ingeniería hidráulica, nunca les había prestado ninguna atención. Claro que sabía que son un invento romano atribuido a la época del rey de Roma, Tarquinio Priscós (siglo VI a.C.). La cloaca máxima es célebre por hacerse cargo hasta la fecha de una importante parte del drenaje romano, aunque la maestría de su ingeniería se debe a los trabajos realizados durante el Imperio, más que a la importante influencia etrusca de Tarquinio.
Sin embargo la primera red como tal de drenaje profundo es la parisina, construida en el siglo XIX, y probablemente también la más famosa, gracias al discurso que Víctor Hugo le dedica en sus Miserables. Diseñadas a imitación de las romanas, las cloacas parisinas fueron también obviadas por sus habitantes hasta que en 1805 Pierre Emmanuel Bruneseau llegó con la heroica tarea de recorrerlas, limpiarlas, rehabilitarlas e intervenirlas para mejorar su funcionamiento. Lograr su objetivo le tomó siete años de arduos trabajos. Víctor Hugo cuenta que su aventura estuvo llena de sorpresas como joyas, tesoros olvidados y hasta el cadáver de un orangután desaparecido del Jardin des Plantes hacía años (sí, a mí también me sorprendió pensar desde cuándo el jardín tiene su pequeño zoológico).
El drenaje de nuestra querida Tenochtitlán por supuesto que no tiene nada que ver con el romano. A nuestros aztecas nunca se les ocurrió sacar el agua del valle de México. Sus impresionantes avances en tecnología hidráulica se reflejaban en su talento para contener el preciado líquido, fuente de la vida. Como, a pesar de los trabajos indígenas, durante la conquista las inundaciones dejaron importantes estragos y miles de muertes, entró en escena quien, yo me atrevería a nombrar, es nuestro Bruneseau. Enrico Martínez, cosmógrafo europeo, bajó la mirada de los astros para fijarla en las aguas mexicanas. Dedicó 25 años de su vida a trazar otra especie de cartas astrales, unas dedicadas a las constelaciones de fuentes, lagos y ríos de nuestro Valle de México. Lamentablemente su trabajo, si bien ayudó de alguna manera a tratar con los afluentes de la urbe, fue hasta el porfiriato que medio se logró solucionar el problema. Todavía en los años 50′ del siglo pasado el valle de Chalco y otros de los antiguos lagos ocasionaron graves problemas en nuestra ciudad. Resultó que entubar todos los ríos para transformarlos en modernísimas (aunque ineficaces hoy en día) vías rápidas como Río Churubusco o Río Becerra, tal vez no fue la mejor idea.
Y todo esto a causa de Jean Valjean. Hace meses que sufro con sus penurias, con la pobre Cosette a manos de los detestables Thénardier. Lloré con la muerte de cada uno de los miembros del Club del ABC, el pequeño Gavroche y la suerte de Eponine. El descenso a los infiernos de Jean Valjean con Marius a cuestas me recuerda al de Jonás por el título que al autor brindó a esta aventura: El intestino del Leviathan. Este último suceso me dejó claro que Jean Valjean es un héroe, lleva a Eneas en la sangre, y la obra del literato francés, una epopeya al estilo de la Ilíada y la Odisea.
El Leviathan originalmente era un terrible monstruo marino, en el imaginario de muchos es un animal de fauces gigantes que conducen al Infierno y hoy en día es sólo el nombre en hebreo para designar al animal que conocemos como ballena. El artista Anish Kapoor en el 2011 montó en París, en la prestigiosa exposición Monumenta del Grand Palais, una obra titánica bajo este título. Algunos afortunados tuvimos la suerte de entrar en estas vísceras que no guardaban ningún parecido con las creadas por Víctor Hugo en el subsuelo de la misma ciudad. París une a estas dos bestias, una de luz y la otra de sombra, así como también al famoso Leviathan de Thomas Hobbes, redactado en la misma ciudad y mucho más parecido al mundo de los Miserables.
Las cloacas fueron famosas también desde tiempos romanos a causa de la cantidad de cadáveres que se encontraron en ellas, se dice que incluso el del emperador Heliogábalo. Yo de niña escuché la terrible historia de una mujer que desapareció mientras empujaba su coche en medio de una inundación, presuntamente en una coladera abierta y nunca apareció. Hasta la fecha lo pienso y se me pone la piel chinita. El drenaje es una bestia terrible sin la que no podríamos vivir. Existe debajo de nuestros pies y, aunque no la notamos en la vida cotidiana, para muchos es la fuente de inspiración de diversas artes.
Si Víctor Hugo tiene razón, echamos por el caño millones y millones de riquezas en mierda cada año. Es la única parte de su libro que me cuesta trabajo asimilar a la vida diaria. Los tres tomos de alrededor de seiscientas páginas cada uno, en francés bien sûr, me entretuvieron por más de un año con sus dramas que reflejan una profunda comprensión de la sensibilidad humana. Al leer la última página sólo me pesa pensar que ya nadie escribe como él. Hablar de mierda como quien habla del alma es un arte que no cualquiera aprende.